miércoles, 14 de mayo de 2008

"El bello libro", de Alejandro Salas

La muestra El bello libro, a cargo de Alejandro Salas, es uno de los antecedentes expositivos más importantes para La escritura de lo visible. Aquí trascribimos parte del texto curatorial.


El bello libro

A finales del siglo XIX la industria editorial había alcanzado un alto grado de desarrollo. La invención de la prensa mecánica y el uso del papel de pulpa vegetal garantizaban grandes tirajes y de alguna manera el sueño final de la imprenta: la reproducción ilimitada. Por otra parte, el fotograbado permitía reproducir fotos o cuadros con una nitidez notable y lentamente los grabados fueron sustituidos por reproducciones mecánicas. La mayor ventaja de este método era que imágenes y textos podían imprimirse en una misma operación y en una misma prensa. El fotograbado consumó el divorcio entre el taller de los grabadores y las prensas tipográficas. Desde entonces los lectores tuvieron una nueva apreciación del mundo. La ilustración de libros inició una época de eclipse porque había quedado en manos de técnicos y no de artistas.

Como un rechazo ante la mecanización del arte de la imprenta aparecieron en Europa pequeñas editoriales que decidieron recuperar su antiguo señorío, es decir, imprimir libros que fueran en sí mismos obras de arte. Para lograrlo propusieron ediciones limitadas con un uso selectivo de los materiales y una garantía de excelencia; en Francia se les empezó a conocer con el nombre distintivo de “bellos libros”.

La imprenta ha cobijado en sus talleres las destrezas de los artistas y los artesanos. Los componedores tipográficos, por ejemplo, tenían que levantar letra a letra un texto. Cuando apareció la linotipia para agilizar el trabajo en los periódicos, la composición empezó a realizarse a máquina, sin el cuidado que antes le daba la composición manual. Las editoriales de “bellos libros” recuperaron los tipos clásicos; más aún, algunos cortaron los suyos en homenaje a los antiguos incunables. Esta atención no era exagerada ya que la letra era la identidad visual que adquiría un poema o una novela.

Los papeles eran escogidos con el mismo cuidado. Las editoriales de fin de siglo usaron papeles semiindustriales de pulpa de algodón y papeles hechos a mano, europeos y japoneses. En estas ediciones el papel era fundamental porque garantizaba la calidad tanto de la impresión tipográfica como de los grabados que la acompañaban.

Se piensa que el grabado posee una historia particular pero, de hecho, su tradición está unida a la imprenta. Es sorprendente que esa relación haya sobrevivido tantos siglos ya que no todas las técnicas gráficas podían imprimirse con el mismo tipo de prensa. En sus inicios el grabado en madera tenía esta virtud, pero a medida que los libros exigieron ilustraciones más detalladas se empezaron a desarrollar el aguafuerte y la aguatinta y se estrechó la relación entre los talleres de grabado y los tipográficos. Para muchos grabadores esa fue una relación incómoda que llevó a rebeliones solitarias, como la de William Blake en pleno auge de la Revolución Industrial. Blake creó un método para imprimir textos e ilustraciones con una misma matriz que elaboraba con aguafuerte. No es casual que en esa misma época apareciera la litografía, que permitió imprimir a la vez textos e imágenes.

Cuando los editores de “bellos libros” enfrentaron la tarea de revivir el arte de la imprenta, destacaron el papel de los maestros impresores y hasta del encuadernador. Las ediciones limitadas numeraban y controlaban el tiraje y esto permitió valorarlas como obras originales. Los editores estaban emparentados con los comerciantes de arte y en casos notables compartieron los dos oficios. Los marchands le reservaron a los libros ilustrados un rol proselitista, ya que con ellos promocionaron el talento de los artistas más vanguardistas. Esta relación fue muy fructífera: produjo libros notables desde la misma época de los impresionistas, y le dio a los grabadores una libertad que permitió romper el puesto ancilar del grabado. Los grabadores experimentaron con los medios gráficos y con ello, abrieron un comercio sutil entre textos e imágenes. En una época en que la fotografía influía incluso en la forma de percibir la literatura, las virtudes de una litografía o de un grabado en madera, los accidentes gráficos de un aguafuerte o la soltura de una punta seca permitió entender los nuevos procedimientos literarios. Palabras y grabados estrecharon una correspondencia que se remontaba a los orígenes mismos del libro iluminado, cuando se caligrafiaban e ilustraban a mano.

Durante el siglo XIX pocos artistas venezolanos ilustraron libros. Carmelo Fernández realizó los dibujos en piedra para las ediciones parisinas de la historia y la geografía de Venezuela, y en Caracas litografió las ilustraciones de un manual topográfico. El joven Arturo Michelena realizó los dibujos que acompañan la edición neoyorquina de Costumbres venezolanas de Francisco de Sales Pérez en 1877 y ya en París realizó las ilustraciones del Hernani de Víctor Hugo, grabadas al aguafuerte por Léon Boisson en 1890.

Aunque las primeras litografías venezolanas se remontaban a la década de 1840, los talleres litográficos caraqueños de finales del siglo XIX sólo se dedicaban a fines comerciales. Los impecables fotograbados que El Cojo Ilustrado puso de moda en esa época inhibieron a los artistas de realizar obras gráficas originales. Recién a finales de la década de 1930 se abrió el primer taller de grabado en Caracas. En los años siguientes un grupo de jóvenes artistas se trasladó a París para estudiar las nuevas tendencias del arte contemporáneo, redescubrieron la litografía y realizaron libros ilustrados con estampas originales.

Después de 1960, Luisa Palacios hizo sus propias ediciones con grabados de gran originalidad. Gego, por su parte, fue su propia impresora y editora, grababa incluso los textos e hizo libros que se desplegaban como biombos. En los años siguientes, la producción de “bellos libros” decayó. Los artistas empezaron a producir álbumes de estampa e incluso libros objeto, subestimando la escritura y, en consecuencia, la esencia misma del libro. Julio Cortázar declaraba en la presentación de una plaquette de edición limitada, que la escritura, otro arado contra la blanca tierra de la página, acercaba “un poco a ese territorio donde lo visual dista de ser omnipotente” (Les Cahiers de l´Espace, 1989). El grabado hace decir a las palabras más de lo que ellas dicen y, de manera inversa, un poema, una pieza literaria, hace que la imagen represente más de lo que en realidad representa. Esta articulación es una parte esencial del “bello libro”. La soberanía de ambos reinos ha quedado en entredicho e incluso los espacios en blanco o los márgenes se vuelven fórmulas visuales, como lo fueron, en una época, las páginas de una Biblia iluminada. Los libros de artista cobijan una vieja presunción: que palabras e imágenes poseen la misma sustancia, y que pueden revelar nuestros más profundos pensamientos.

Alejandro Salas: El bello libro. Tomado de la hoja de sala para la expósición "El bello libro", a cargo de Alejandro Salas. Galería de Arte Nacional. Abril-junio, 2001.


domingo, 11 de mayo de 2008

"El espíritu de la letra", de Roland Barthes

Este escrito de Roland Barthes está incluido en el capítulo “La escritura de lo visible”, del libro Lo obvio y lo obtuso, imágenes, gestos, voces. Es, pues, nuestro texto fundacional.


El espíritu de la letra

El libro de Massin es una hermosa enciclopedia, llena de informaciones e imágenes. ¿Es la Letra su tema? Por supuesto que sí: la letra occidental, tomada en su entorno, publicitario o pictórico, y en su vocación de metamorfosis figurativa. Pero resulta que este objeto, tan simple en apariencia, tan fácil de identificar y nombrar, tiene algo de diabólico: se escapa en todas direcciones, y sobre todo en dirección de su propio contrario: constituye lo que llamamos un significante contradictorio, un enantiosema. Ya que, por una parte, la letra dicta la Ley en cuyo nombre se limita toda extravagancia («Por favor, aténgase a la letra del texto»), pero, por otra parte, como muestra Massin, desde hace siglos proporciona sin tregua una profusión de símbolos; por un lado, la letra «comprime» el lenguaje, a todo lenguaje escrito, con el cepo de sus veintiséis caracteres (en francés), que no son más que una simple combinación de rectas y curvas; pero, por otro lado, constituye el punto de partida de una imaginería tan vasta como una cosmografía; por una parte, significa la máxima censura (¡oh Letra, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!), y por otra el máximo placer (toda la poesía, todo el inconsciente son un regreso a la letra); la letra interesa por igual al grafista, al filólogo, al jurista, al publicitario, al psicoanalista y al escolar. ¿La letra mata y el espíritu vivifica? Afirmar tal cosa sería lo más fácil del mundo, si no fuera porque precisamente existe un espíritu de la letra, que vivifica a la propia letra; es más, sería lo más fácil del mundo si el símbolo máximo no resultara ser la letra en sí misma. Este trayecto circular de la letra y la figura es lo que Massin nos permite vislumbrar. Al igual que toda enciclopedia bien hecha (y ésta es más valiosa en la medida en que consta por lo menos de un millar de imágenes), su libro nos permite revisar algunos de nuestros prejuicios, incluso nos obliga a ello: es un libro dichoso (ya que se ocupa del significante), pero también un libro crítico.


Ya desde el comienzo, al recorrer esos centenares de letras con figuras, procedentes de los más diversos siglos, desde los talleres de los copistas medievales hasta el Submarino amarillo de los Beatles, se manifiesta en toda su evidencia que la letra no es el sonido; toda la lingüística se basa en la pretensión de que el lenguaje procede del habla, y de que la escritura no es sino una adaptación de la primera; el libro de Massin protesta: el pasado y el futuro de la letra (de dónde viene y adónde, infinita, de modo incansable, se dirige) son por completo independientes del fonema. Este impresionante hervidero de letras ilustradas nos sugiere que la palabra no es el único entorno, el único resultado, la única trascendencia de la letra. ¿Las letras sirven para formar palabras? Por supuesto, pero también para formar otras cosas. ¿Qué cosas? Abecedarios. El alfabeto constituye un sistema autónomo y, en este caso, provisto de los suficientes predicados como para garantizar su individualidad: alfabetos «grotescos, diabólicos, cómicos, nuevos, encantados», etcétera; en resumen, se trata de un objeto que no queda agotado en el ejercicio de su función, en su aspecto técnico: constituye una cadena significante, un sintagma ajeno al sentido, pero no al signo. Todos esos artistas que cita Massin, monjes, grafistas, litógrafos, pintores, han cortado el camino que parece llevar naturalmente de la primera a la segunda articulación, de la letra a la palabra, y han tomado otro camino, que no es ya el del lenguaje, sino el de la escritura; no ya el de la comunicación, sino el de la significación, y esta aventura se sitúa al margen de las presuntas finalidades del lenguaje, y en el propio centro de su juego.

El segundo (y no el menor) objeto de meditación que el libro de Massin suscita es la metáfora. Las veintiséis letras del alfabeto, dotadas de vida gracias a cientos de artistas de todos los siglos, han adquirido relaciones metafóricas con otras cosas que ya no son letras: con animales (pájaros, peces, serpientes, conejos, que a veces se devoran unos a otros para formar la D, la E, la K, la L, etcétera), hombres (siluetas, miembros, posturas), monstruos, vegetales (flores, brotes, troncos), instrumentos (tijeras, sierras, hoces, gafas, trípodes, etcétera): un completo catálogo de productos de la naturaleza y el hombre se superpone a la breve lista del alfabeto: el mundo entero se superpone a la letra, la letra se convierte en una imagen más en el tapiz del mundo.

Resultan de este modo ilustrados, iluminados, puestos en su lugar, ciertos rasgos constitutivos de la metáfora. En primer lugar, la importancia de lo que Jakobson llama el diagrama, una especie de mínima analogía, simple relación proporcional, y no exhaustivamente analógica, entre la letra y el mundo. En general, en eso consisten los caligramas, o poemas en forma de objetos, de los que Massin nos ofrece una valiosa colección (se habla mucho de caligramas, pero sólo se conocen los de Apollinaire). En segundo lugar, la naturaleza polisémica (mejor sería decir pansémica) del signo-imagen: al liberarse de su papel lingüístico (formar parte de la palabra), la letra puede llegar a decirlo todo: en esta zona barroca en la que el signo es aplastado por el símbolo, una misma letra puede referirse a dos cosas contrarias entre sí (parece ser que la lengua árabe posee algunos significantes contradictorios de este tipo: los ad´dâd a los que J. Berque y J. P. Charnay han dedicado un importante libro: para Hugo, la Z es el relámpago, Dios; en cambio, para Balzac es la letra malvada, la letra de la conducta desviada. Me parece una lástima que Massin no nos haya proporcionado en su libro una recapitulación de todo el paradigma, mundial y secular, de una única letra (y más teniendo los medios, como los tenía): por ejemplo, todas las figuras de la M, que van desde los tres ángeles del maestro gótico hasta los dos picos nevados de Megève –en un anuncio--, pasando por la horca, el hombre echado con las piernas levantadas y ofreciendo el culo, el pintor con su caballete y las dos amas de casa momentos antes de estirar la sábana.

Porque es evidente –y esto constituye el tercer capítulo de esta lección sobre la metáfora a base de imágenes—que a fuerza de extra-vagancias, de extra-versiones, de migraciones y de asociaciones, la letra ya no es, ya ha dejado de ser el origen de la imagen: toda metáfora carece de origen, ya que se pasa del enunciado a la enunciación, de la palabra a la escritura; la relación metafórica es circular, sin prioridades; los términos que la analogía recoge son términos flotantes: en los signos que presentamos antes, ¿por dónde se empieza?, ¿por el hombre o por la letra? Massin se introduce en la metáfora por la letra: por desgracia, los libros tienen que tener un «tema»; pero igualmente se podría entrar en la metáfora por la otra punta, haciendo de la letra una especie de hombre, objeto o vegetal. De modo que la letra no es, en suma, más que una cabeza de puente paradigmática, arbitraria, ya que por alguna parte hay que empezar el discurso (obligación que, por cierto, no ha sido lo suficientemente explorada), pero esta cabeza también puede ser la salida, en caso de que pensemos, como hacen los poetas y los mistagogos, que la letra (la escritura) es el fundamento del mundo. Siempre que asignamos a la expansión metafórica un origen hacemos una opción, metafísica e ideológica. Por eso son tan importantes las inversiones de origen (como la que opera el psicoanálisis sobre la letra en sí). Massin, de hecho, no cesa de decirnos, en forma de imágenes, que no hay sino cadenas flotantes de significantes que circulan, cruzándose unas con otras: la escritura flota por el aire. Observemos la relación entre letra y figura: en ella se agota toda lógica: 1) la letra es la figura, esta I es un reloj de arena; 2) la figura está dentro de la letra, envainada en ella por completo, como los dos acróbatas enroscados en una O (Erté, en su precioso alfabeto, que por desgracia Massin no cita, hace mucho uso de esta imbricación); 3) la letra está dentro de la figura (el caso de los típicos jeroglíficos de periódico): si el símbolo no se detiene nunca, es que es reversible: la I puede remitir a un cuchillo, pero, a su vez, el cuchillo no es más que un punto de partida de una vía cuyo extremo (como el psicoanálisis muestra) podemos volver a toparnos con la I (extraída de determinada palabra que reviste interés para nuestro inconsciente): nunca hay más que avatares.

Con todo esto creo que queda claro hasta qué punto el libro de Massin aporta elementos para un acercamiento actual al significante. La escritura está hecha de letras, de acuerdo. Pero, la letra ¿de qué está hecha? Podemos buscar una respuesta histórica (desconocida de momento en lo que respecta a nuestro alfabeto), pero también podemos utilizar esta pregunta para desplazar el problema del origen y dirigirnos auna conceptualización progresiva del intervalo, de la relación flotante cuyo punto de anclaje solemos determinar de manera abusiva. En Oriente, civilización ideográfica, los trazos se sitúan entre la escritura y la pintura, sin que ninguna de las dos pueda referirse a la otra; esto permite despistar a nuestra demencial Ley de la filiación, nuestra Ley paterna, civil, mental y científica: esa ley segregadora que nos obliga a colocar de un lado a los grafistas y a otro los pintores, a un lado los novelistas y a otro a los poetas; pero la escritura es una: lo discontinuo que constituye su fundamento, por dondequiera que se la mire, convierte en un solo texto a todo lo que escribimos, pintamos y trazamos. Y esto es lo que el libro de Massin demuestra. Ahora nos toca a nosotros no censurar ese campo material reduciendo tan prodigiosa suma de letras-figuras a una galería de extravagancias y de ensueños: el margen que concedamos a lo que podría llamarse lo barroco (para que nos entiendan los humanistas) es precisamente el espacio en que el escritor, el pintor y el grafista, en una palabra, el constructor del texto, debe trabajar.


1970, La Quinzaine littéraire.

Roland Barthes: "El espíritu de la letra", en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, Paidós. 1986. pp.103-107.

sábado, 10 de mayo de 2008

Haroldo de Campos y la iconocidad del signo estético

"Entonces, para nosotros, la traducción de textos creativos será siempre una recreación, o creación paralela, autónoma aunque recíproca. Cuanto más lleno de dificultades esté un texto, más recreable, más seductor como posibilidad abierta de recreación. En una traducción de esta naturaleza, no se traduce solamente el significado, se traduce el propio signo, o sea, su fisicalidad, su materialidad misma (propiedades sonoras, de imagética visual, en fin, todo aquello que forma, según Charles Morris, la iconocidad del signo estético, entendiendo por signo icónico aquel “que es en cierta manera similar a aquello que denota”). El significado, el parámetro semántico, será apenas y tan sólo el marco de referencia de la empresa de recreación. Se trata de lo opuesto a la llamada traducción literal".

(Haroldo de Campos: “De la traducción como creación y como crítica”, en De la razón antropofágica y otros ensayos. Siglo XXI. 2000. p.189)

"He dicho, en más de una ocasión, que la “poesía concreta” de los años cincuenta y sesenta, en tanto “experiencia de límites”, no clausuró ni me clausuró sino que me enseñó a ver lo concreto en la poesía, a trascender el “ismo” particularizante para enfrentar la poesía, transtemporalmente, como un proceso global y abierto de concreción sígnica, actualizado de modo siempre diferente en las diversas épocas de la historia literaria y en las diversas ocasiones materializables del lenguaje (de los lenguajes). Safo, Bashô, Dante y Camões, Sá de Miranda y Fernando Pessoa, Hölderlin y Celan, Góngora y Mallarmé son, para mí, en esta acepción fundamental, poetas concretos (el “ismo” aquí no tiene sentido)".

(Haroldo de Campos: “Poesía y modernidad: de la muerte del arte a la constelación. El poema postutópico”, en De la razón antropofágica y otros ensayos. Siglo XXI. 2000. p.47)



Comentarios iniciales/Lo obtuso

Y uno tiene la impresión de que todo debe llenarse, si no está lleno ya de algún signo, de alguna languidez del cuerpo…

Una página por ejemplo, digamos ésta, qué terror mientras esté vacía… qué terror…

Un espacio, digamos una casa, digamos un corredor, digamos un mueble, se llena siempre con algo: una pila de ropa que no cabe en clasificación alguna porque el sucio es relativo, papeles, notas, papeles, libros a medio leer, papeles… Cada signo engendrando su propio vacío donde cabe otro signo donde cabe otro donde cabe…

Y digamos que todo se llena, y luego no hay espacio para el cuerpo (uno dice espacio y lo piensa invisible, hechura de aire, hueco, respiración…), entonces el cuerpo reclama, se sofoca, el cuerpo no respira, el cuerpo necesita, los ojos necesitan, la boca, necesitan espacio; y aun mientras se amontonan tantas cosas: qué vacío…

Nos llenamos de gestos, saludamos, boca, palabra, beso, una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos, una pregunta (al fin un hueco), otra, que regresa, nos llenamos, nos llenamos. Y cuando encontramos el tokonoma, un respiro, una satisfacción, una compañía insuperable…

Digamos entonces que necesitamos espacio, pero un espacio no es espacio sin un cuerpo. Un cuerpo que perciba y un cuerpo que lo contenga, unos límites, porque sin límites parece que todo está lleno siempre de lo mismo.

Entonces el espacio se convierte también en un signo dentro del espacio, una profundidad. Así queremos habitar al mundo, al signo, haciendo al mismo tiempo bulto y hueco, forma e infinitud. Digamos entonces que la imagen, que el signo, apuntan siempre al infinito.

Pero volvamos a nuestro espacio, decimos espacio para ser habitado, ya sabemos, hay cuerpos, hay obras, pero también hay vacíos, ya sabemos: sólo es posible el conjuro en un espacio que nos acomode para ello, digamos, un espacio que se abra en el espacio, que apunte al infinito desde un borde.

Un espacio que nos acomode, un espacio para habitar: una casa, nuestra casa. Un vacío perfecto, ahí el cuerpo se ensancha, se acomoda, el cuerpo encuentra su rito, su coreografía, el tiempo para el baile, su respiración…

La alegría tenaz del cuerpo cuando espacio…

Digamos, José Luis, una soledad, pero una soledad dichosa, pues el cuerpo se siente con-tenido.

Digamos, María Elisa, una cogitanda, pues el cuerpo se convierte en pensamiento y el pensamiento es naturaleza y nos rodea.

Digamos, Petraelena, un dibujo, una línea, una penetración, pero no una penetración que perturbe, sino una extensión, una costura, un continuo.

Digamos, una alegría en el asombro, y ahora mismo digo asombro y se convierte en un espacio abierto con la boca.

Vemos entonces cómo cada signo, es signo por ser borde, umbral, límite en el espacio… Tenemos entonces que construirlo, ahí aparecen las manos, y la palabra como puerta y construcción. Pensamos en casas, pensamos… Una casa para todos… Podría ser igual a una casa para nadie si entendemos que la infinitud de rostros contienen una infinitud de cuerpos y de pensamientos, pero digamos de nuevo, una casa para todos, al menos para el que quiera.

Está bien, una biblioteca, digamos por casualidad una biblioteca en un museo, pero también una casa… Está llena de signos, o si queremos, de significantes. Sí, una casa puede ser un libro, puede ser también una palabra, una casa: algo que nos contenga, y contenga a la vez lo que necesitamos, lo que está dentro de nosotros, invisible.

Volvemos, pensamos en el libro como casa, al mismo tiempo pensamos en la imprenta, en las ideas, pero también en las formas, en las imágenes apresando lo imposible: la vaciedad. Una casa, un libro se hace con nuestros límites, porque la forma siempre es límite, pero no…

Decimos de nuevo la biblioteca de un museo, y decimos que allí puede acostarse un libro como espacio para que se vuelva la casa de un lector, de un lector perfecto, inmaculado, uno que conciba imagen y palabra al mismo tiempo por obra del conjuro…

¿Nuestro conjuro? Bueno, más o menos, digamos que es un libro, entonces pueden pasar varias cosas: un libro tiene páginas. Sí, la primera analogía pueden ser las paredes, pero pueden ser también las ventanas, pueden ser las mesas, las puertas y todo lo que necesite ojos… Pensamos, un libro siempre tiene un lomo, un libro puede cerrarse, un libro tiene una cará-tula, ojala que quien nos reciba no se llame Tula..., un libro tiene una cantidad, un espacio.

Una biblioteca también tiene un cuerpo (una soledad) y unos signos posibles con su cuerpo, y nunca está vacía, tiene un recorrido que se convierte en rito, aunque mucho más precario, quizá no en rito, porque un rito necesita conciencia de rito, y se presenta como iniciación. Pensemos entonces en una coreografía hecha por el recorrido, pensamos en un cuerpo que se mueve y que dibuja en el espacio, sin darse cuenta, un mandala, una letra, un signo.

En ese mecanismo que repite su forma, que deja estela, pretendemos nosotros abrir una casa, para todos, también para la obra, también para la letra, para el lector y lo legible. Y al mismo tiempo que la casa sea casa de rito, que exista allí la conciencia, la invocación, y desde ahí la escritura ¿Una escritura de lo visible? Quizá también de lo invisible.

Volvamos a la página, más si pensamos en espacio como pensamos en página, volvamos: esta página, es visión, ondulación, visualidad y sentido, digamos que la mira un noruego: es visión, letra, ritmo, ondulación, pero no sentido. La miro yo y es creación, quizá hasta la vergüenza… Dice Michaux: A falta de aura, dispersemos al menos, nuestros efluvios.

Empero, nuestra página debe ser sentido siempre, debe ser imagen, en ese espacio una “I” puede convertirse, por hechizo, en un reloj de arena.

Valenthina Fuentes

Comentarios iniciales/El signo y su hipertelia: cuerpo de la imagen-libro

El espacio del asombro puede ser un libro. Y aunque en una biblioteca hay libros de sobra, ninguno suele ser la biblioteca misma.

Cada libro es un contenedor, un espacio recorrido y por recorrer. La letra, configuradora de imágenes fonéticas, es la moradora de ese espacio. Cada curva de cada letra, cada punto de cada curva (peso de la tinta sobre el entramado del papel; peso de la tinta entre los surcos del infinito) es un cuerpo en el espacio. Vibra la tinta antes de fijarse en las hendiduras sin fondo de la trama del papel. Luego aparecen las palabras con sus significados, pero ya hemos visto el semen de las letras vueltas logos espermatikos.

Antes de ser significado, la palabra con sus letras es signo. Antes de ser lenguaje, la palabra es señal. (“El signo penetra en la escritura, rehusando siempre su mortandad, pues signo es siempre señal”, dice Lezama).

El signo no es la expresión del lenguaje; tampoco es el vehículo de su representación u objetivación. Ambos, signo y lengua, están entronizados en el reino de la imagen. Por eso los dos pueden ser el ámbito de lo poético, de lo artizable, pues hay entre ellos como la apertura de un espacio visible que muestra el camino hacia la imagen. Pero como nadie puede andar ese camino, el signo y el lenguaje elaboran grietas llenas de un polvillo que se imprime, que se vuelca como tinta sobre un papel imantado y se muestra como rasgadura, hendidura, runa, jeroglífico flotante, ideograma, dibujo, letra.

En la lingüística clásica, la de Saussure, la letra no es un espacio sino un momento aislado, una efigie sin rumbo propio. Su destino está prefigurado en su utilidad. Por ello para el lingüista el sentido de la letra está en la convención permutativa de las letras del alfabeto. ¿Y qué representará el alfabeto para Saussure?, ¿acaso una galería de formas estáticas, sin thelos propio, que delimitan las posibilidades de la permutación?

Veamos un ejemplo: en el alfabeto permutativo la existencia de la “M” está condicionada por sus distintas posibilidades de unión con otras letras, con la “O”, la “N”, la “T”, la “A” y la “Ñ”. Así la palabra “MONTAÑA” aparece ante nosotros con su particular y arbitraria relación entre su significante (imagen fonética) y su significado (concepto).

Pero hay más: la “M” puede también ser escrita, pude tornarse ella misma en la palabra “EME”. Entonces la letra toca los límites de su utilidad mostrándonos su sepulcro tautológico. El significado de “EME” es la letra “M” que se escribe y suena “E-EME-E”.

En castellano no podemos convertir en palabra casi ninguna letra sin el empleo de su propio significado. Por ello para nosotros el alfabeto es una acumulación de imágenes silenciadas y encerradas en el laberinto sin misterio de su tautología. Por ello también es que los lingüistas clásicos no ven señales en las letras.

Las señales son siempre hipertélicas, es decir, van más allá de su propia finalidad.

Lezama nos dice que el signo es señal, impulsión, neuma, reminiscencia, “el recuerdo del árbol anterior [¿el de la extensión?] y la incorporación furiosa, devoradora de un nuevo cuerpo”.

En el signo hay siempre como la impulsión que lo agita y el desciframiento consecuente.

En el signo hay siempre un neuma que lo impulsa y un desciframiento, en la sentencia, que lo resume.

En el signo queda siempre el conjuro del gesto.

Y el espacio del signo (que es asombro, causalidad inesperada), el espacio de la reminiscencia, de la impulsión y del neuma puede ser, como dije antes, un libro. Pero no un libro para el anaquel del bibliotecario, sino uno que sea él mismo la biblioteca. Un libro-espacio e imagen-del-espacio. Un espacio libro cuyo tema y cuya sustancia sea el libro y el espacio del libro. Esto sería algo así como si la biblioteca, máquina de la acumulación y del registro, se concentrara en un solo cuerpo (parecido al cuerpo de las cosas que acumula) y se convirtiera en el propio objeto de su existencia: un libro… un libro signo; un libro letra y espíritu de la letra; un libro signo contenedor de signos; un libro espacio del libro; un libro que sea el cuerpo de una señal, que anuncie el ámbito palpable del signo, de la letra vuelta imagen-libro y espacio acumulador de libros.

De aquí no surgiría una tautología sino una hipertelia.

José Luis Omaña

Comentarios iniciales/Notas sueltas para un pensamiento curatorial

Todo ejercicio curatorial debería ser una ocasión para pensar la curaduría. Toda curaduría debería elaborar una crítica de la curaduría.

¿Cómo ejercer la curaduría sin pensar en los vacíos que la acechan, como los que suelen abrirse entre los presupuestos curatoriales y las grafías del espacio museal?

¿Y qué ocurriría si, en lugar de empezar la curaduría por las imágenes y los objetos a exponer, comenzáramos pensando a la vez el espacio de las imágenes (su morada) y el cuerpo de las imágenes, es decir, si iniciáramos cada ejercicio curatorial considerando la poiesis del espacio y su particular grafía? ¿Esto no nos llevaría a pensar con más cuidado el corpus expositivo?

§

Hacer del espacio expositivo un conjuro, una invocación. Invocar la posibilidad y el asombro. Invitar al esperado ausente que sólo llega cuando menos lo esperamos.

No hacer del espacio un ámbito expositivo sino una estancia para la invocación de una respuesta no esperada.

No hacer una exposición de imágenes y objetos. Hacer un espacio-imagen que aceche la posibilidad de una respuesta de sobresalto, de asombro… una respuesta evocadora de una nueva causalidad de nexos incondicionados. Una cogitanda.

No hacer una exposición sino una cantidad extensiva, una estancia para la cogitanda.

§

Por un lado, la causalidad visible, la de nexos condicionantes. Por el otro, la causalidad de sobresalto, oscura, invisible, de variantes inconexas e incondicionadas y cuyo único condicionante es una respuesta (fatal). Allí, en la respuesta, surge la posibilidad (poiesis) de la concurrencia entre la causalidad y lo incondicionado.

Esta concurrencia, según nos dice Lezama Lima, “crea un devenir espacial, que al volcarse sobre el hombre deviene el mayor posible conocido (…) el centro de la causalidad más misteriosa”. ¿Y no es este “devenir espacial” el que necesitamos para generar la invocación y su respuesta en forma de grafía museal?

§

Dice Lezama:

Esa concurrencia –causalidad que deja de ser saturniana, incondicionado hipostasiado– que ofrece la poesía, es hasta ahora el mayor homúnculo, el doble más misterioso creado por el hombre. Crea un devenir espacial, que al volcarse sobre el hombre, deviene el mayor posible conocido. Hace de ese espacio, por la poesía, el incondicionado más propicio a la contracción de su masa y expresión; crea el centro de la causalidad más misteriosa, visible mágico o cinegética de devorador final, pues en la poesía el hombre es el único para el cual parece creado ese espacio incondicionado, que al actuar la causalidad mágica del hombre sobre el espacio incondicionado, hace de este último un condicionante muy poderoso. Pero lo más fascinante es que ese encuentro, esa batalla casi soterrada, ofrece un signo, un registro, un testimonio, una carta, donde el hombre causalidad, me reitero para ofrecer más precisión, penetra en el espacio incondicionado, por el cual adquiere un condicionante, un potens, un posible, del cual queda como la ceniza, el vestigio, el recuerdo, en el signo del poema. Lo maravilloso de la poesía está en que ese combate entre la causalidad y lo incondicionado se puede ofrecer y transmitir como el fuego".

¿Sería nuestra grafía museal ese signo, ese registro o testimonio “donde la causalidad [¿el hombre?] penetra en el espacio incondicionado por el cual adquiere un condicionante? ¿O sería más bien la ceniza que queda, “el vestigio, el recuerdo en el signo de lo poético”? ¿Nuestros objetos y nuestras imágenes tendrían que habitar el centro de aquella batalla (soterrada) entre la causaliad y lo incondicionado?

Y si nuestros objetos e imágenes tienen como centro de irradiación a la letra, y, en última instancia, a la imago (o a esa dimensión en que la grafía es a la vez letra e imagen visual), ¿cuál es el espacio que requerimos?, ¿acaso será una suerte de espacio-letra-imago? (¿Alguien ha leído la Poética del espacio, de Bachelard?).

§

Especulación espacial (hacia el analogón museal):

En un ala del espacio decidimos fijar una sucesión visible y causal de objetos y de imágenes. Al lado de De la letra al signo, de Juan Calzadilla, colocamos un óleo de Nedo que es una suerte de impronta sígnica, sin significado ni significante. Luego, en correcta sucesión, mostramos Signum de Gerd Leufert. Así configuramos una cadena causal casi perfecta. Las imágenes se suceden en un orden condicionante: una conduce inexorablemente a la otra.



Pero, además, esa sucesión de imágenes puede estar dispuesta de manera tal que parezca una continuación (también causal) del espacio que la aloje. Y de pronto, y como invitando a dar una pequeña batalla, decidimos fijar ante las analogías causales un nuevo analogón: una excepción, una imagen o un objeto no esperado. Por ejemplo: Percepción del espacio acústico, de Claudio Perna.


O Poemóbiles, de Agusto de Campos y Julio Plaza


7

¿Se generaría entonces el sobresalto, la sorpresa? ¿Lograríamos la invocación? ¿Aparecería el inesperado? ¿Crearíamos el espacio de la poiesis?

José Luis Omaña





Comentarios iniciales/La imagen y la soledad, morada de la imagen

La morada de la imagen suele ser la soledad. Incluso en las eras imaginarias lezamianas, la imago tiende sus redes sobre el ámbito de la excepción –esto es, de la soledad.

La imagen habita la soledad porque la soledad está habitada por imágenes. El coleccionista dispone los círculos concéntricos de sus imágenes en una intimidad que es también un secreto, una alegría. Se dice a sí mismo: “este es mi reino, lleno de cosas que en apariencia no me pertenecen pero que no son del todo ajenas a mí”.

El museo, en cambio, es la morada del documento. Es una imprenta, como decía Malraux. Es una máquina editorial. Produce una sucesión de “semas” que siempre alteran el sentido de lo que el museo archiva y reproduce. (Archivar es darle forma a lo archivado, es de-formar).

Quien visite un museo difícilmente se dirá a sí mismo: “este es mi reino”. A menos que consiga, entre el tumulto de las imágenes expuestas (editadas), un poco de soledad. Pero es difícil hallarse solo en un museo. Todo en él acecha al visitante. Los cuidadores de sala, las cámaras de seguridad, la extensión del edificio, la acumulación de obras exhibidas, la polisemia curatorial, los textos de sala, las guías de sala, todo.

El coleccionista no es un visitante. El coleccionista guarda sus imágenes porque cultiva un espacio y hasta un particular espíritu en ese espacio. Cultiva, en definitiva, un alma.

Las imágenes también acechan al coleccionista, tanto como al visitante del museo. Pero el coleccionista tiene a su soledad que es su morada, su ámbito. Allí las imágenes le acechan, le persiguen, pero él les puede devolver una mirada de indiferencia amorosa que es también un saludo, una cortesía. Entonces el afán persecutorio de la imagen se calma, a la espera de una próxima embestida mayor.

El visitante del museo no tiene a su soledad, no tiene morada. Está, en verdad, desolado. Las imágenes ejercen sobre él una violencia improvisada y compulsiva. Por eso nadie podría vivir en un museo.

Con suerte, y como tocado por cierta gracia, el visitante puede hallar en una sala de museo algo de soledad. Yo lo he logrado, a veces. Pero es tan raro que esto ocurra, es tan accidental este suceso que más bien parece obra de un demonio deseoso por revertir la desolación del museo, abriendo en medio de una sala y ante una obra de arte algo así como un vacío, como un hueco de cangrejo momentáneo y habitable.

José Luis Omaña

Comentarios iniciales/Tiempo de la imagen

¿Cómo puede la imagen habitar un espacio público, cómo puede ser el museo su morada?

El tiempo del museo es el pasado. Su programa consiste en acumular, archivar y exhibir lo archivado. Sus mecanismos de exhibición (incluso en los museos de arte contemporáneo) funcionan siempre en pretérito. El objetivo de estos mecanismos es convertirlo todo en documento (o en patrimonio, que es lo mismo). Por eso es difícil hacer coincidir los problemas de la creación con las salas museísticas. Lo más creador que hay en un museo es, en última instancia, el museo mismo. En cambio, el tiempo de la imagen es el presente. Su naturaleza se parece a la de la araña o a la del cangrejo, como quizás diría José Lezama Lima. La araña se pasa la vida tejiendo una sola tela. El cangrejo siempre está como a la espera de la misma ola.

Pero si el tiempo del museo es el pasado, su espacio tiene que ser una suerte de cámara retórica de “discursos segundos” (de crítica, de historiografía, de arqueología), es decir, de comentarios. En cambio, si el tiempo de la imagen es el presente, su espacio quizás sea una tela de araña o un hueco de cangrejo en la arena. La tela es tan frágil como el agujero en la arena, pero siempre la araña y el cangrejo tejen y cavan como si continuamente construyeran sus moradas por primera vez. Así, creo, es el ámbito de la imagen: una cosa única que se destruye y se reconstruye en un infinito eónico de eterno presente.

Y regreso a la pregunta inicial: ¿cómo puede la imagen, cuyo ámbito es un agujero de cangrejo y cuyo tiempo es el presente, habitar el espacio museístico que se gesta en el territorio del documento y exige la acción de una temporalidad pretérita? ¿Puede el museo, elefante blanco, convertirse en araña?

José Luis Omaña

Comentarios iniciales/En el principio fue el logos

Pregúntesele a un estudiante de letras: ¿qué es la imagen?, y responderá que es un acontecimiento posterior a la palabra (oral), a la lengua... pues “en el principio fue el logos”. Hágasele la misma pregunta a un estudiante de artes, y dirá: “la imagen es un acontecimiento expresivo”. Pero a mí me parece que el primero responde como un buen hijo del logoncentrismo civilizatorio, mientras el segundo se parece más a un optimista hiperflojo. Ni existe algo así como una competencia cosmogónica entre la imagen y la palabra (oral), ni la imago es meramente un hecho de la expresión o un gesto de la expresividad. No. La expresividad, como la escisión entre logos e imago, son acontecimientos secundarios.

En el principio fue el logos... sí, pero el logos hecho carne, cuerpo. Para comprobar la actualidad de esta premisa le propongo al lector un ejercicio: pronuncia, escuchándote con cuidado, la palabra L O G O S. Luego vuélvela a pronunciar pero ahora no sólo presta una atención auditiva sino labial, física, corporal. Percibe a los sonidos configurándose, formándose, “corporeizándose” en tu garganta, en tus labios. Y te pregunto: ¿estás ahí ante una experiencia meramente logocéntrica? ¿Sientes que al pronunciar La Palabra sólo se activa la facultad inteligible de tu espíritu? ¿No estás también frente a un cuerpo, frente a una dimensión que es plástica, tal como la imago medieval era a la vez verbo y resplandor, palabra y visión?

Y más: ¿no hay algo así como una visualidad de las palabras anterior a cualquier grafía? ¿Cómo hablar sin dibujar, sin hacer formas? ¿No es ya la palabra misma una forma, una posibilidad de la visión, esto es, una iluminación?

Si alguien aceptara el reto (ingenuo) de responder a estas preguntas con alguna honestidad, tendrá que abordar de nuevo a los estudiantes aquellos. Deberá decirle al de artes que la imago en tanto expresión es un hecho accidental, casual y un momento tardío en la disposición de su naturaleza. Al de letras, en cambio, le diremos que siga pronunciando, ahora en griego, la palabra del principio: logos

José Luis Omaña

Para sostener nuestra investigación trabajaremos con un corpus constituido por algunos libros en los que la escritura no está hecha sólo de palabras sino también de formas visuales y hasta táctiles. Libros en los que la escritura se ve, se palpa, adquiriendo dimensiones plásticas y desdoblando la condición funcional del signo.

También trabajaremos con algunas obras de la colección FMN en las que el logos de la imagen se vuelve cuerpo de escritura, grafía –obras en las que la imagen se presenta en su estado sígnico puro, independiente de su significado, o en su estado oscuro y primordial, en el que los significados se nos escapan. Pero también exploraremos algunas obras (casi siempre estampas) que dibujan cuerpos invisibles de letras, o algunas otras en las que la letra conforma el contorno de las figuras.

A continuación anexamos algunos ejemplos:


Margot Römer. Sin título. Aguafuerte y aguatinta sobre papel. Colección FMN-GAN. 1990.


Luisa Palacios. Escritura. Aguatinta y aguafuerte sobre papel. Colección FMN-GAN. 1965.


Juan Calzadilla. Tres momentos de una escritura. Tinta china sobre papel. Colección FMN-MBA. SF.


Augusto de Campos y Julio Plaza. Poemóbiles. Publicación impresa. Colección FMN-MAC. SF.