domingo, 28 de septiembre de 2008

Propuesta educativa

Nuestra propuesta educativa estará dividida en tres etapas o actividades:

1_Un simposio coordinado por las Unidades de Educación y de Investigación del MAC, y que involucrará a estudiantes y profesores de tres instituciones educativas (Escuela de Artes y de Letras de la UCV, PRODISEÑO y UNEARTES). El simposio, cuyo título será El cuerpo de la letra, estará dividido en tres sesiones:

a) La primera sesión se titulará La letra: imagen y espacio. Abordará el problema de las cualidades plásticas y táctiles de las letras desde el diseño tipográfico. Los ponentes podrían algunos estudiantes (que hayan desarrollado proyectos tipográficos) y profesores de PRODISEÑO.

b) La segunda sesión se llamará El cuerpo de la letra, y girará en torno a la idea de la letra como corporeidad, como hecho sensible, y no sólo como signo que cumple su funcionalidad lingüística. Sugerimos que los ponentes sean algunos profesores y tesistas de la Universidad Central de Venezuela.

c) La tercera sesión se llamará La escritura como espacio: el libro objeto, y abordará el problema de la corporeidad de la escritura en los libros de artista. Los ponentes deberán ser de la UNEARTES.

Los temas de cada sesión tienen su origen en varios de los aspectos más importantes de nuestra investigación. En todas las sesiones estarán presentes estudiantes y profesores de cada una de las instituciones involucradas.

El simposio se realizará durante tres días seguidos (a inicios de abril de 2009) en los espacios de la Biblioteca Pública del MAC.

Se debe prever presupuesto para la impresión de volantes para promover el simposio. También hay que considerar la posibilidad de ofrecer un refrigerio sencillo.

Las sesiones deberán ser registradas mediante videograbación. Cada ponente deberá llevar su ponencia por escrito.

2_Un impreso, sencillo y económico, que recoja las ponencias presentadas durante las sesiones del simposio, así como un registro de las intervenciones del público. La publicación de este impreso servirá como cierre de la fase museográfica del proyecto, es decir, se ofrecerá al público en mayo de 2009. Sugerimos que el libro tenga las siguientes características: impresión dúo tono, formato A5 (1/32 de pliego), papel Syma Antique, tapa dura (cartulina), encuadernación: tejida y engomada, 111 pp.

3_Un taller de grabado dirigido a la elaboración de bellos libros (libros objeto) que se realizaría en los espacios del MAC, impartidos por estudiantes y profesores del IUESAPAR. Fecha posible: abril de 2009.

sábado, 27 de septiembre de 2008

José Bergamín

Nuestras referencias más importantes: La gruta de Pope, de Alejandro Salas, El espíritu de la letra, de Barthes, Preludio a las eras imaginarias, de José Lezama Lima.

Una más: La decadencia del analfabetismo, de José Bergamín:


Bienaventurados los que no

saben leer ni escribir porque

serán llamados analfabetos.

J. B., La cabeza a pájaros.


Todos los niños, mientras lo son, son analfabetos.

El niño no puede empezar a aprender las letras del alfabeto, no puede empezar a aprender a leer y a escribir hasta que no empieza a tener eso que se llama, justamente, uso de razón, uso de razón que cuando ese niño se haga, si se hace, hombre alfabético, hombre de letras, será seguramente abuso; el uso y abuso de la razón es, en definitiva, la utilización racional, la razón práctica; porque no es que el niño no tenga razón antes de usarla, antes de saber para lo que va a servirle o para lo que la va a utilizar prácticamente –no se puede usar lo que no se tiene−, es que tiene una razón intacta, espiritualmente inmaculada, una razón pura: esto es, una razón analfabeta. Y ésta es su bienaventuranza. No es que no pueda conocer el mundo; sino que lo conoce puramente: de un modo espiritual exclusivo, no literal o letrado o literaturizado todavía. La razón del niño es una razón puramente espiritual: poética. El niño piensa solamente en imágenes como, según Goethe, hace la poesía: y piensa imaginativamente, sin duda, aun antes de vocalizar su pensamiento; y cuando lo empieza a vocalizar, grita. Dice San Antonio, que un llanto, un gemido, son una voz, que lo es también un grito. El niño dice a voz en grito su pensamiento. Y empieza a entender de viva voz el nuestro, mucho antes de usar, de utilizar, su razón pura: de impurificarla.

¿Y qué hace el niño con su razón, si no la usa, si no la utiliza? ¿Que qué hace? Pues lo que hace con todo: jugar. Juega.

El pensamiento es todavía en el niño, mientras es niño, un estado de juego. Y el estado de juego es, siempre, en el niño, un estado de gracia.

Si el niño juega porque es niño o es niño porque juega, pensar es, para el niño, jugar: poner en juego, graciosamente, las imágenes de su pensamiento: las cosas; poner, que es lo que hacen los niños, todas las cosas en juego. La razón de ser niño el niño, es éste su estado de juego; la razón de estado de la infancia, como de todo estado poético o de pura racionalidad, es el juego. Toda razón poética o razón puramente espiritual, es una razón analfabeta que pone, infantilmente, todas las cosas en juego, pero en juego también espiritual puro, de racionalidad intacta. La imaginación, o pensamiento imaginativo, popular, cuando es analfabeto, cuando es niño, al poner todas las cosas en juego racional, las llama dioses. Para el pueblo niño analfabeto griego, el mundo era, poéticamente, un juego divino, era como una conjunción real de dioses: una conjunción copulativa y disyuntiva: los dioses se aman y se combaten. Para el pueblo niño analfabeto cristiano, el universo es, poéticamente, también juego divino, pero como una conjunción personal de Dios. Los pueblos, como los niños, a los que son letrados, como a los hombres que también lo son, a los hombres de letras, se las está jugando siempre el Diablo.

Lo que un pueblo tiene de niño, y lo que un hombre puede tener de pueblo, que es lo que conserva de niño, es, precisamente, lo que tiene de analfabeto. El analfabetismo es la denominación común poética de todo estado verdaderamente espiritual. En nuestra propia vida podemos seguir el proceso de la decadencia del analfabetismo como en la vida de los pueblos más cultos, más literalmente cultos. ¡Pobres de nosotros, o de ellos, si aceptásemos supersticiosamente como ineludible el monopolio literal, o letrado, o literario, de la cultura!

Hay una cultura literal. Hay otra cultura espiritual.

La primera es la que persigue el analfabetismo: su enemiga. Y es hoy por hoy, pero no por ayer ni por mañana, la más aparentemente generalizada. Es la que ha desordenado el mundo: la que ha desordenado más todas las cosas, suprimiendo las jerarquías. Cuando se pierde racionalmente el sentido de las jerarquías es cuando hay que ordenarlo todo por orden alfabético. El orden alfabético es un orden falso. El orden alfabético es el mayor desorden espiritual: el de los diccionarios o vocablos literales, más o menos enciclopédicos, a que la cultura literal trata de reducir el universo.

El monopolio literal de la cultura ha desordenado las cosas desorganizando las palabras, que son también cosas y no letras; y por serlo, cosas (cosas de ideas o ideas de cosas, cosas de razón o cosas de juego) son realidad racional pura o poética, realidad verdaderamente espiritual o analfabeta. De esta realidad era de la que dijo Hegel que se desorganizaba cuando se desordenaba lógicamente el pensamiento; que no es lo mismo el pretendido estado de orden literal que el orden lógico, puesto que el orden lógico, como diría el propio Hegel, es una actividad espiritual, no literal: una especificación cada vez más determinada del pensamiento; esto es, la determinación de las leyes espirituales de un estado racional de juego; del juego divino de una infancia eterna.

La razón pone todas las cosas en juego de palabras. Las palabras son cosas de juego. Las letras no lo son. Las letras no son cosas de juego. Una letra es un arma de dos filos: por eso entra con sangre. Un abecedario en manos de un niño es más peligroso para su vida que el cartón de alfileres o que la caja de cerillas o que el paquete de hojas de la máquina de afeitar… Y mucho más, si es de los que fingen tramposamente al pie de cada letra para engañarle: gallo, mariposa, gaviota, elefante… Así el niño podrá tomar, luego, incautamente, todas las cosas como allí las vio o aprendió a verlas: al pie de la letra. Así podrá adquirir de todo un mentiroso conocimiento literal y pedestre. Éste es el primer golpe que la letra le da al espíritu: el más certero. La letra atraviesa con su estilete agudo el corazón analfabeto del niño, que podrá no cicatrizar de esta herida, no latir espiritualmente nunca más.

La letra contra el espíritu. Las letras contra el espíritu.

La decadencia del analfabetismo la inició el siglo XVIII, el siglo de las luces, de las luces vacilantes, porque fue también el siglo de las letras firmes, el siglo que puso las letras en candelero; el siglo XVIII llegó a tener, según Carlyle, una romántica heroicidad. El último héroe de Carlyle, el más desmedrado y el más débil, es el que él llamaba: el héroe como hombre de letras. El héroe como hombre de letras no es el hombre de letras como héroe. El hombre de letras como héroe vino después, en el siglo XIX; y vino a contrafigurar, ridículamente, en caricatura, todos los heroísmos. Tuvo la angustia literal del hombre que siente ahogar su voz por la letra que lo amordaza para robarle las palabras. La letra, que, como ladrón, viene a robar la palabra viva del hombre, y como el ladrón, calladamente: andándose con pies de plomo. Porque el pie de la letra, o los pies de las letras, son de plomo. No bailan, no corren ni saltan, avanzan lentamente: y pisan todas las cosas aplastándolas, para exprimirlas; por sacarles el jugo; dejándolas secas y muertas, debajo, por esta bárbara posesión material. De estos pies literales hizo el hombre de letras su pedestal intelectualista: amontonó todo, como un funambulesco san Simeón estilita, pero más absurdamente endiosado o entusiasmado de su propio equilibrio irracional.

De tal modo se literaturizó la cultura, que llegó el hombre a encontrarse las letras hasta en al sopa. El hombre de letras quiso alfabetizar hasta su alimento: y esta ridícula exageración alegórica fue bastante significativa, pues estas letras eran de la misma pasta, no que nuestros sueños, sino que nuestras letras; de la misma pasta de una literatura o poesía letrada o literaturizada en la que también se pasteuriza y esteriliza alfabéticamente el pensamiento.

Ha habido una estilística literaturización de la poesía. Por un alambicamiento sutil, la poesía se pasteuriza literalmente, esterilizándose: esterilizando imaginativamente el pensamiento. Poesía destilada o esterilizada no es poesía pura: es poesía letrada o literaturizada. La poesía se hace literaria, alfabética, buscando en la vocalización exclusivamente literal de sus consonancias una música para sus letras. Hay toda una literatura poética, o llamada poética, que tiene letra y música, pero que no tiene poesía. Es aquella misma de que decía Novalis que una poesía que se puede poner en música es que necesitaba ponerse primero en poesía. Poner en poesía la poesía, aunque parezca redundancia, es en lo que consiste todo arte poético espiritual y no literario: arte poético analfabeto. Poner en poesía las palabras es sencillamente ponerlas en juego, como decíamos que hace el niño analfabeto o el pueblo, niño analfabeto. La poesía pura es, sencillamente, la más impura: la poesía analfabeta. La poesía es el analfabetismo integral, porque integra espiritualmente todo. La poesía es el campo analfabético de gravitación universal de todas las construcciones espirituales humanas. Por eso, toda sistematización espiritual o metafísica se determina o se define poéticamente porque se construye en la poesía y de la poesía, como la figura geométrica del espacio homogéneo. Toda arquitectura espiritual tiene siempre un contenido imaginario, poético, homogéneo: genéricamente y genuinamente humano. Por eso, el estado poético es un estado de añoranza infantil o popular: de añoranza del analfabetismo; porque es una añoranza paradisíaca del estado del hombre puro. El poeta añora ignorar, añora la infancia, la inocencia, la ignorancia analfabeta que ha perdido; añora el analfabetismo perdido: la pura razón espiritual de su juego. Y esta añoranza de la ignorancia es lo que Nicolás de Cusa denominaba una ignorancia docta, una ignorancia doctrinal; y así escribió su Docta ignorancia o Doctrina de la ignorancia, que es un perfecta doctrina matemática del analfabetismo. Del analfabetismo cristiano.

Cuando Jesús era niño y como niño analfabeto o analfabeto como niño (que analfabeto lo fue siempre: como niño, como hombre, y como Dios) cuando era niño Jesús, se perdió, y fue hallado en el templo. Allí enseñaba a los doctores de la ley, doctores de la escrita, doctores de la letra legal (los mismos que después le crucificarían por eso: por analfabeto); allí les enseñó esta doctrina espiritual de la ignorancia, que ellos no escucharon, ni aprendieron. Por eso, al condenarle a muerte, después, por analfabeto, le crucificaron literalmente, esto es, al pie de la letra o de las letras, colocando sobre su cabeza un cartel o letrero en el que el literato Pilatos hizo escribir certeramente: Yo soy el rey de los judíos; y mandó escribir esto para demostrarles a todos ellos que habían tomado a Cristo al pie de la letra en lo que había dicho, y por tomarlo de este modo, literalmente, lo crucificaban. Debajo de este INRI literal, Cristo entregó el espíritu; dando una gran voz, dice el apóstol, en un grito: divinamente y humanamente analfabeto. Al pie de la letra muere siempre el espíritu crucificado. Pero muere para resucitar.

El analfabetismo es también un niño que cuando se pierde se halla siempre en el templo, en el templo vivo de Dios analfabeto: porque el templo es suyo, después de Cristo. La Iglesia católica de Cristo canta el analfabetismo cuando celebra la Pascua de Resurrección diciendo: Como el niño recién nacido apeteced la leche alba del espíritu: la razón inmaculada, la razón pura. Y a este domingo, por ese como figurativo que inicia el Introito de su Misa, llama la Iglesia Popular de Quasi modo; porque hay que ser como los niños, según dijo el Señor: porque hay que ser analfabetos para apetecer esa leche alba, pura del espíritu; leche espiritual que no está pasteurizada o esterilizada literalmente o literariamente todavía. Y ésta es la razón imaginativa sin mancha (rationabilis sine dolo), la razón de ser, de ser como los niños, de ser analfabetos; la razón de un estado poético de juego: de pensamiento poéticamente puro. A ese mismo domingo, en que se canta el Aleluya del analfabetismo, llama también la iglesia domingo in albis. Y el pueblo católico, esto es, la universidad infantil del analfabetismo, ha llamado, singularmente en España, estar in albis, a la pura ignorancia analfabeta, a su poética ignorancia espiritual.

También el analfabetismo popular griego figuró en las albas de la aurora la pura ignorancia espiritual, la clara apetencia celeste; y encarnó el pensamiento poéticamente puro en un recién nacido inmortal: recién nacido de la razón divina. En el mito de Hermes que va a robar las vacas lácteas de las nubes para nutrirse de su leche ilusoria. El mito de Hermes nos ofrece un dios niño, eternamente recién nacido, enseñándonos en su imagen leve y huidera, como la brisa, el secreto hermético de pensar.

El analfabetismo, que empieza herméticamente por el sonido, por la voz, por la música, acaba por la palabra, que es el pacto hermético en que la música se cambia por la luz: el pacto de Hermes con Apolo. El secreto hermético del analfabetismo es un secreto luminoso y profundo, y es también un secreto a voces: a voces y no a letras. La poseía que no es nunca jeroglífico es siempre enigma: una enigmática verdad, la más pura. En las albas del pensamiento imaginativo, del pensamiento hermético, se encuentra espiritualmente la verdad, la luz y la vida: la poesía del analfabetismo cristiano. In albis o en blanco: sin letras, se encuentra la vida y la verdad que son, espiritualmente, correlativas. El orden de las cosas en el ser −decía Santo Tomás, maestro teológico del analfabetismo− es el mismo que el orden de las cosas en la verdad; porque no es orden alfabético, sino analfabético, armonioso: orden y concierto espiritual de todo.

Por orden alfabético no se puede formar la palabra, la palabra viva: porque la vida es por la palabra, pero no la palabra por la vida; como la verdad es por la palabra, y no al contrario: por la palabra divina. (En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios, y el Verbo estaba en Dios… empieza por decir san Juan en su Evangelio poético, que es el Evangelio del analfabetismo espiritual más puro).

El analfabetismo popular andaluz llama la palabra del hombre a esas florecillas volanderas que con un soplo se deshacen. La gloria del hombre −dice un profeta− que es como la flor de la hierba. La hierba se seca y la flor cae. Pero la palabra de Dios subsiste eternamente. El analfabetismo andaluz puede gloriarse de esta efímera floración volandera. Un gran maestro del pensar analfabeto, don Miguel de Unamuno, ha dicho que en Andalucía es donde se habla mejor el castellano de toda España. Y es porque en Andalucía el analfabetismo se ha defendido mucho mejor contra las culturas literarias. Las más hondas raíces poéticas del analfabetismo español son andaluzas; el lenguaje popular andaluz es todavía el más puro, esto es, el más puramente analfabeto. Por eso el lenguaje popular andaluz es precisamente el más verdadero o verdaderamente el más preciso. El analfabetismo andaluz ama sobre todas las cosas la precisión de la verdad; lo que equivale o es, en definitiva, amar a Dios sobre todas las cosas.

Al terminar el libro primero de su Docta ignorancia, que es, como dije, doctrina espiritual del analfabetismo, escribe Nicolás de Cusa: la precisión de la verdad luce de un modo incomprensible en las tinieblas de nuestra ignorancia. El poder de las tinieblas de nuestra ignorancia, el poder espiritual del analfabetismo es hacer lucir de un modo incomprensible en nosotros la precisión de la verdad. No hay poesía verdadera que no precise de esta lucidez espiritual que sólo puede hallarse en las tinieblas de nuestra ignorancia, ahondando, como diría Giordano Bruno, la profundidad de nuestra sombra. Así ahonda poéticamente el pueblo analfabeto andaluz en las tinieblas de su ignorancia cuando canta: cuando canta hondo. En la profunda sombra de ese canto luce de un modo incomprensible la precisión de la verdad; como la poesía más pura o en la música: la verdad que refleja, o en la que resuena −por la palabra, por la voz, por el grito− esta divina espiritualidad popular o infantil analfabeta de Andalucía.

En el cante hondo andaluz no ve ni oye ni entiende nada el hombre cultivado literalmente o literariamente: no ve más que a uno, o a una, dando voces, y a veces, dando gritos. Y es eso, dar voces y gritos, pero darlos precisamente con verdadera precisión: fatal, exacta: como lo está toda poesía, que es por definición de Carlyle cante hondo, pensamiento profundizado hasta el canto: lo que no es lo mismo que superficializado hasta el cantar. Toda poesía es palabra del hombre: alma, soplo, espíritu, sin más gloria que la flor de la hierva; pero es palabra viva y verdadera: palabra y no música, ni letra. Cante hondo o pleno o plano o llano como el de la Iglesia analfabética de Cristo.

El espíritu es soplo y pasa, hermético, como la brisa, aunque tenga también el vuelo denso de la paloma: fuerza de pájaro en el aire, brioso aletear. Los niños suelen tener miedo a los pájaros: si los persiguen, es por miedo más que por crueldad; les asustan, porque alivian la potencia espiritual que significan en el cielo; les temen como se teme a Dios: como temerían a los ángeles si los vieran. También el hombre perseguía a Dios a fuerza de temerle: y Dios cegó sus ojos para que no le viera en la luz, sino en la profundidad tenebrosa de su ignorancia; para que le oyera por la voz en la palabra; por lo que él, el perseguidor perseguido, san Pablo, en su lenguaje analfabeto, nos dejó dicho aquello de que la fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios.

La voz del pueblo, analfabeto o niño, es voz divina: voz de Dios que dice la palabra de Dios. Pero la palabra de Dios no sólo la dice el pueblo analfabeto en lo que canta, sino en lo que cuenta: en lo que cree o en lo que piensa, o en lo que creyendo pensar o pensando creer, se figura; porque el pensamiento y la fe analfabéticamente son sinónimos. Todo lo contrario sucede al hombre alfabético o letrado: que no cree ni piensa cuando se figura que piensa o que cree; o piensa que cree o cree que piensa cuando menos se los figura.

Cuando el pueblo analfabeto cuenta lo que se figura, que es lo que simultáneamente piensa y cree, lo hace divinamente. Decimos que una cosa se hace divinamente cuando su perfección corresponde a un orden exclusivamente espiritual: esto es, analfabético. Las cosas que se hacen divinamente son siempre cosas espirituales, cosas poéticas. Las palabras son cosas de poesía y al ponerlas en juego se causa o se realiza, o se realza, poéticamente, una figuración espiritual, una construcción imaginativa; lo que viene a ser, en definitiva, una representación divina de todo. Las figuraciones del pueblo, como las del niño, ya sabemos que son cosas de juego, y, precisamente por serlo, no pueden ser cosa mejor. El analfabetismo es siempre optimista. Es fácil advertir en aquellas sistematizaciones racionales cuya depuración formal define un contenido poético más puro, por ejemplo: en el sistema filosófico aristotélico o en los sistemas escolásticos, es fácil advertir en ellos el sabor poético del jugo o savia terrenal y celeste de su hondas raíces analfabetas: esto es lo que nos manifiesta el profundo sentido de su optimismo metafísico. Toda construcción del pensamiento humano que no se desarraiga de la razón espiritual o poética, de su analfabetismo sustante, florece divinamente en el cielo: y perfecciona un optimismo, sustentándose espiritualmente de poesía. (Esto es lo que no comprenderá el juego espiritual del pensamiento sobre todo si vive dedicado profesionalmente a cualquier letra).

Las figuraciones populares son el contenido espiritual de la historia, que las pone en tela de juicio, tejiéndolas y destejiéndolas penelopédicamente, en un inexorable afán providencilista de atar todos los cabos. El pueblo, cuando se representa a sí mismo su propia historia, saca a relucir sus figuraciones más puras especulando poéticamente su pensamiento en ellas: y ésta es la historia del teatro popular, por lo que se llamó el espejo de las costumbres. El teatro es una especulación superficial de imágenes, reflejo de la vida imaginativa popular, reflejo de figuras y formas: una especulación fabulosa y fantástica del pensamiento. La representación teatral especula superficialmente el pensamiento, graduándose en tragedia o comedia según curve la línea de su superficie especular de un modo o de otro, en convexidad o concavidad, para reflejar las figuraciones humanas dramática o cómicamente, pero siempre en formación grotesca. La misma figuración humana sustenta a don Quijote que a Sancho: su formación poética se alarga y se ensancha por un efecto teatral de espejismo; Cervantes proyecta una y otra figura de su pensamiento curvado hacia dentro o hacia fuera de la superficialidad especular o especulativa que las reflexiona y refleja: Cuando llegamos hasta el fondo −escribí una vez− es cuando vemos qué es superficialidad; el fondo de nuestro pensamiento es la superficie de un espejo: una especulación superficial de todo. El teatro es cosa de ver o de mirar porque en él vemos el fondo, esotérico, de nuestro pensamiento niño, que es nuestro pensamiento pueblo: nuestro analfabetismo radical. Y es que el teatro representa las figuraciones poéticas por la palabra: y no por la letra. La máscara inmoviliza la actitud trágica o la cómica para expresar mejor la palabra, sin alteraciones miméticas que la desvíen de su razón o de su sentido, vigorizando las voces para intensificar el proceso trágico o cómico de la reflexión. El teatro sin palabras es un mimetismo virtuoso que, como todo virtuosismo, desvirtúa la autenticidad de la expresión, impopularizándola. El teatro que es, por esencia, presencia y potencia popular, o sea, por definición analfabeto, no puede hablar sino a voces y a gritos; no puede hablar por señas; por señas solo se habla de letras. De aquí que los que excluyen del teatro, con razón, la literatura, cuando desdeñan la palabra reduciéndola a sus apariencias y tramoyas espectaculares lo hagan todavía más literario o letrado, más exclusivamente alfabético o literal. Así se hace un teatro miméticamente camaleónico que no conserva de teatro más que la vana apariencia nominal: la hueca impresión etimológica, literal, de su nombre.

Las fabulosas figuraciones populares o infantiles que el teatro expresa, forman una verdadera confabulación poética contra el alfabetismo literario. El teatro popular −y decir que el teatro es popular es como decir que es poético, una redundancia−, el teatro popular no lo es por el público que tiene o, mejor dicho, por la dimensión de la publicidad social que alcanza, pues en las decadencias analfabéticas el pueblo es siempre minoría, sino por la función que públicamente representa: como la Iglesia; esto es, por ser función exclusivamente espiritual o imaginativa del pensamiento. Basta con un niño para poblar de figuraciones un teatro: o sea, para teatralizar figurativamente un pensamiento.

La popularidad de un teatro puede no tener, en un momento dado, más que ese solo y universal espectador: un pueblo o un niño.

El analfabetismo teatral, la proyección imaginativa del pensamiento espiritual más puro, conserva en España una poética supervivencia doméstica en los nacimientos o Belenes que se ponen para los niños en navidad. El nacimiento es un superviviente de los escenarios simultáneos de la Edad Media, en los que se representaban los misterios católicos de la fe. En estos escenarios coexistían, como en los nacimientos o Belenes, los diversos lugares de la acción: sólo que en los nacimientos coexiste la acción misma figurativamente: y así vemos, al mismo tiempo y en un mismo espacio reducido, escenas sucesivas de la vida de Cristo: su nacimiento en el portal a sólo unos centímetros de distancia de su aprendizaje de carpintero o aún de la busca de posada de su madre antes que naciera: y hasta de la anunciación del ángel del sueño de san José o de la huida a Egipto o del mismísimo juicio de Salomón. Indudablemente, éste es un modo muy analfabeto de ver las cosas. El mecanismo teatral más perfeccionado con su escenificación sucesiva, lo evitaba ya, en las representaciones religiosas de los autos de Navidad, como sucedía en los de Gil Vicente o en los de Margarita de Navarra. Autos o actos de fe poética que más tarde se llamaron jornadas para acentuar la razón mecánica del tiempo en la función, o del tiempo como función mecánica del movimiento imaginativo. Todo dramatismo es un modo analfabeto de contemporizar. De ahí la rapidez funcional del teatro de Lope, acelerador de las imágenes en el espacio como en un sueño: y el quimérico mecanismo de las apariencias y tramoyas en el de Calderón. Todos estos prodigios poéticos son, o parecen, más racionales que la primitiva puerilidad de los teatrillos domésticos de la Nochebuena, que aún perdura, cuando los otros se extinguieron, sin que hayan encontrado sustitución, sino parcialmente en el cinematógrafo (que, dicho de paso, es también una invención admirablemente analfabeta). En los nacimientos de Nochebuena la representación poética se ha reducido y como paralizado en un instante: tiene por eso mismo más intensidad comprensiva, más ingenuidad y más coherencia: trascendiendo poéticamente la coherencia literal; sobre todo, si en el Nacimiento se figuran trenes y aviones y los Reyes Magos viajan en automóvil y el Palacio de Herodes se ilumina eléctricamente; cuando hay tendida por el monte una extensa red de comunicaciones telegráficas y telefónicas para que un solo ángel pueda avisar a todos los pastores al mismo tiempo y el Rey Herodes ordenar más rápidamente, por telégrafo, y en comunicación cifrada, para hacerla todavía más literal, la degollación de los inocentes.

Todo esto agudiza este modo categóricamente analfabeto de ver las cosas, que es una manera poética de contemporizarlas: de contemporizar con todo, una que el espacio es tan exiguo, y de lo que se trata es de no perder materialmente, o sea, espacialmente, ningún tiempo; no hay tiempo que perder en un nacimiento (ni de éstos ni de los otros por éstos tan divinamente significados), no hay tiempo que perder ni que ganar porque no hay materialmente tiempo, sino espíritu. A un mismo tiempo que nacía Jesús milagrosamente, de un niña virgen y analfabeta, que por analfabeta fue elegida para esclava divina de la palabra −hágase, dijo, en mí según la palabra: según la palabra divina y no al pie de la letra−, a ese mismo tiempo que el nacimiento de Jesús se rodeaba simbólicamente de precauciones analfabetas: un pesebre por cuna y una mula y un buey para prestarle calor con sus alientos, para alentarle calurosamente, desde la cuna, en el analfabetismo; a este mismo tiempo, Herodes, el Rey literal, celoso de mantener el orden alfabético del mundo, que es el que a él le correspondía, ordenaba −con el mismo lógico acierto que Pilatos ordenaría, después, la justificación literal de la muerte de Cristo− la degollación de los inocentes: esto es, de todos los indiscutiblemente analfabetos; para cortar en flor, y de raíz, el reino espiritual del analfabetismo que se le precedía. Pero no lo quiso la estrella; y el reino analfabético, que no es, naturalmente, de este mundo, como dijo su Rey, sino sobrenaturalmente, de otro, se verificó precisamente de un modo incomprensible o espiritual, analfabeto, por la palabra: porque de un modo incomprensible contemplaba una Virgen madre en las tinieblas analfabetas de su ignorancia, lucir de ese modo incomprensible la precisión de la verdad en su regazo. ¿Qué maternidad no ve, en su día, o en su noche, desde las tinieblas analfabetas de su ignorancia, lucir, como una estrella, la precisión de la verdad sobre sus rodillas, que tanto la habían implorado? La mujer pura, o analfabeta, sabe que la verdad precisamente está en su esclavitud a esta divina servidumbre, que servir analfabéticamente a la palabra es la razón pura de la feminidad de su ser, o su razón de ser más puramente femenina.

La fe y la razón de los pueblos, como de los niños −de los analfabetos−, decía que son simultáneas y sinónimas pero no idénticas: porque son espiritualmente correlativas.

Esta correlación espiritual de la fe con la razón poética o razón pura, la encontramos verificada no sólo en el alma analfabeta de los niños y de los pueblos, sino en los resultados espirituales de esta profunda animación: en el teatro, que la proyecta fuera, superficialmente, reflejándola, iluminada; en el canto, cuando ahonda la voz popular, oscuramente, a ciegas; cegando sus fuentes evasivas, como se hace, para que canten bien, con los pájaros. También en el baile, cuando se ahonda analfabéticamente como en el canto: en el baile profundo de los negros, que ha tenido que verse negro el hombre para profundizar bailando la precisión de su verdad. En el baile negro la luz plateada de esa tenebrosa ignorancia del espíritu analfabeto, superior a todas las otras formas retóricas, literales o literarias de la danza. Baile preciso y verdadero: o precisamente y verdaderamente poético.

La decadencia del analfabetismo es la decadencia de la cultura espiritual cuando la cultura literal la persigue y la destruye. Todos los valores espirituales se quiebran si la letra o las letras muertas sustituyen a la palabra, que sólo se expresa a voces vivas. El valor espiritual de un pueblo está en razón inversa a la disminución de su analfabetismo pensante y parlante. Perseguir el analfabetismo es perseguir rastreramente al pensamiento: perseguirlo por su rastro, luminosamente poético, en la palabra. Las consecuencias literales de esta persecución son la muerte del pensamiento: y un pueblo, como un hombre, no existe más que cuando piensa, que es cuando cree, lo mismo que el niño: cuando cree que juega. Todo el que se sale del juego poético de pensar está perdido, irremediablemente perdido: porque deja la verdad de la vida, que es la única vida de verdad: la de la fe, la de la poesía, por la mentira de la muerte. Quiere tomarlo todo sin fe, al pie de la letra; y ya vimos que todo lo que está al pie de la letra está muerto. La decadencia del analfabetismo es, sencillamente, la decadencia de la poesía. El proceso de esta decadencia decía que podríamos observarlo en nosotros mismos, porque es la decadencia de nuestro pensamiento cuando vamos perdiendo la fe poética, cuando nos vamos alfabetizando: y no tenemos fe cuando no tenemos razón verdadera, razón pura, cuando hemos desarraigado nuestro pensamiento de la poesía: cuando utilizamos o enajenamos nuestra razón prácticamente; porque practicamos la letra en vez de practicar la palabra, como dijo el apóstol; y ésta sí que es enajenación racional: la locura o la estupidez del alfabetismo.

La razón poética de pensar del hombre es su fe. La poesía es siempre de los hombres de fe: nunca de los hombres de letras. Los apóstoles, como hombres de fe por ser analfabetos, dieron su perfecta expresión poética a la vida de Cristo. Compárense sus textos, poéticamente puros, con cualquiera de las innumerables vidas literales y literarias de Jesucristo que después se han escrito: la de Renán o la de Strauss o la de Papini… o cualquiera otra (exceptuando las extraliterarias visiones analfabetas de los místicos: como la de Catalina Eymmerich). Estas vidas literales de Cristo son páginas y páginas de vaga y amena literatura que no dice ni una palabra de verdad: ni una sola palabra de verdad ni de mentira, porque no son palabras lo que dicen, son letras; la palabra no se puede decir más que como la dijeron los apóstoles y los santos: poéticamente. Y es que no todos los analfabetos, por serlo, necesitan ser santos, pero sí todos los santos, para ser santos, necesitan ser analfabetos. Porque no conocí las letras entraré en los dominios del Señor, dice el Salmista.

Para conocer el temor de Dios verdadero hay que traspasar el dintel poético del analfabetismo; lo otro, el miedo literal a la muerte, o a la vida, el miedo totalizador alfabético del vació, no es temor de Dios, es terror pánico.

El terror pánico, que es el panteísmo literal, o sea la literalidad divina: la confusión de Dios con el Demonio no es, literalmente, más que una confusión infernal, una confusión de todos los demonios; un pandemónium, como lo fue la confusión literal babélica, pero sin consecuente difusión, sin don analfabético de lenguas que la suceda: sin redentora Pentecostés espiritual.

El miedo literal a la muerte del que no tiene razón poética de creer, o creencia racional de poesía, es miedo literal al Infierno o miedo al Infierno literal; pues no creer es, literalmente, creer en nada: creer literalmente en el Infierno; y no en un Infierno espiritual o analfabeto como el de los griegos, el Infierno órfico, ni el de la poesía católica, sino en el Infierno literal de los muertos, alfabéticamente ordenado: el peor de los Infiernos posibles. Porque no es el Infierno de la poesía, sino el de las letras. El cementerio civil o municipal de lo eterno. Que por eso pensaba la Santa Catalina genovesa que habría algo mucho peor que el que hubiera, poéticamente, Infierno, detrás de la muerte, y es que, literalmente, no lo hubiera.

El orden alfabético internacional de la cultura, que nació con los enciclopedistas −y que es una especie de anticipación mortal del Infierno−, ha llegado, en lógica y natural consecuencia, a convertir para nosotros la representación total del mundo, el universo, en un Diccionario General Enciclopédico, ordenado, como es natural, alfabéticamente. Es una alfabetización general progresiva de la cultura que ha actuado sobre la vida humana como una paralización general progresiva del pensamiento.

El analfabetismo español es el sentido y la razón profunda de una cultura popular del espíritu que se niega a morir alfabetizada, esterilizada por la aplicación paralizadora y sistemática de la letra muerta. La letra mata al espíritu. El analfabeto tiene sus derechos espirituales que defender contra la denominación alfabética de cualquier determinada o indeterminada cultura, más o menos literal o letrada. Si ahora se habla de los derechos del niño ¿cómo van a desconocerse los derechos del analfabeto, que son, originariamente, los del niño, los más puros intereses espirituales de la infancia? Los derechos del analfabeto son los mismos del niño prolongados espiritualmente en el hombre: y son los derechos más sagrados, porque expresan la única libertad social indiscutible: la del espíritu; la del lenguaje creador humano; la del pensar imaginativo del hombre. El analfabetismo espiritual y creador de los pueblos es lo que los pueblos tienen de niños, de infancia permanente, luego los pueblos tienen el derecho al analfabetismo como los niños, porque son, en la misma entraña espiritual de su ser más profundo, la expresión de esa enorme y hondísima cultura analfabeta del universo.

Si un niño o un pueblo deja de ser analfabeto, ¿en qué se convierte? Si a los niños, como a los pueblos, se les quita el analfabetismo −esa vida espiritual imaginativa de su pensamiento que llamamos analfabetismo−, ¿qué les queda? Un niño, como un pueblo, cuando empieza a alfabetizarse, empieza a desnaturalizarse, a corromperse, a dejar de ser; a dejar de ser lo que era: un niño o un pueblo. Y parece alfabetizado.

Hay que volver a vitalizar la cultura, a vitaminizarla, volviéndola a su radical analfabetismo profundo. Y más en España, cuya personalidad histórica está determinada, poéticamente, por este hondo sentido común del analfabetismo espiritual permanente. Toda la historia de la cultura española, en sus valores espirituales más puros, está formada en razón directa de su analfabetismo popular constante. Porque, como en todo pueblo que no ha dejado de serlo, que no ha perecido como pueblo, su valor y significado espiritual está en razón directa de su capacidad de analfabetismo, de su vitalidad imaginativa, de su resistencias vitales, espirituales, a toda alfabetización cultural, a toda mortal literatización esterilizadora de su pensamiento creador: de su lenguaje. El alfabetismo o alfabetización cultural es el enemigo mortal del lenguaje como tal lenguaje, en lo que el lenguaje es espíritu: de la palabra. El alfabetismo es el enemigo de todos los lenguajes espirituales: o sea, en definitiva, de la poesía. Porque el analfabetismo verdadero es la espiritualidad generadora de un lenguaje, que es el espíritu creador de un pueblo: su poesía y su pensamiento.