sábado, 10 de mayo de 2008

Comentarios iniciales/La imagen y la soledad, morada de la imagen

La morada de la imagen suele ser la soledad. Incluso en las eras imaginarias lezamianas, la imago tiende sus redes sobre el ámbito de la excepción –esto es, de la soledad.

La imagen habita la soledad porque la soledad está habitada por imágenes. El coleccionista dispone los círculos concéntricos de sus imágenes en una intimidad que es también un secreto, una alegría. Se dice a sí mismo: “este es mi reino, lleno de cosas que en apariencia no me pertenecen pero que no son del todo ajenas a mí”.

El museo, en cambio, es la morada del documento. Es una imprenta, como decía Malraux. Es una máquina editorial. Produce una sucesión de “semas” que siempre alteran el sentido de lo que el museo archiva y reproduce. (Archivar es darle forma a lo archivado, es de-formar).

Quien visite un museo difícilmente se dirá a sí mismo: “este es mi reino”. A menos que consiga, entre el tumulto de las imágenes expuestas (editadas), un poco de soledad. Pero es difícil hallarse solo en un museo. Todo en él acecha al visitante. Los cuidadores de sala, las cámaras de seguridad, la extensión del edificio, la acumulación de obras exhibidas, la polisemia curatorial, los textos de sala, las guías de sala, todo.

El coleccionista no es un visitante. El coleccionista guarda sus imágenes porque cultiva un espacio y hasta un particular espíritu en ese espacio. Cultiva, en definitiva, un alma.

Las imágenes también acechan al coleccionista, tanto como al visitante del museo. Pero el coleccionista tiene a su soledad que es su morada, su ámbito. Allí las imágenes le acechan, le persiguen, pero él les puede devolver una mirada de indiferencia amorosa que es también un saludo, una cortesía. Entonces el afán persecutorio de la imagen se calma, a la espera de una próxima embestida mayor.

El visitante del museo no tiene a su soledad, no tiene morada. Está, en verdad, desolado. Las imágenes ejercen sobre él una violencia improvisada y compulsiva. Por eso nadie podría vivir en un museo.

Con suerte, y como tocado por cierta gracia, el visitante puede hallar en una sala de museo algo de soledad. Yo lo he logrado, a veces. Pero es tan raro que esto ocurra, es tan accidental este suceso que más bien parece obra de un demonio deseoso por revertir la desolación del museo, abriendo en medio de una sala y ante una obra de arte algo así como un vacío, como un hueco de cangrejo momentáneo y habitable.

José Luis Omaña