sábado, 10 de mayo de 2008

Comentarios iniciales/Lo obtuso

Y uno tiene la impresión de que todo debe llenarse, si no está lleno ya de algún signo, de alguna languidez del cuerpo…

Una página por ejemplo, digamos ésta, qué terror mientras esté vacía… qué terror…

Un espacio, digamos una casa, digamos un corredor, digamos un mueble, se llena siempre con algo: una pila de ropa que no cabe en clasificación alguna porque el sucio es relativo, papeles, notas, papeles, libros a medio leer, papeles… Cada signo engendrando su propio vacío donde cabe otro signo donde cabe otro donde cabe…

Y digamos que todo se llena, y luego no hay espacio para el cuerpo (uno dice espacio y lo piensa invisible, hechura de aire, hueco, respiración…), entonces el cuerpo reclama, se sofoca, el cuerpo no respira, el cuerpo necesita, los ojos necesitan, la boca, necesitan espacio; y aun mientras se amontonan tantas cosas: qué vacío…

Nos llenamos de gestos, saludamos, boca, palabra, beso, una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos, una pregunta (al fin un hueco), otra, que regresa, nos llenamos, nos llenamos. Y cuando encontramos el tokonoma, un respiro, una satisfacción, una compañía insuperable…

Digamos entonces que necesitamos espacio, pero un espacio no es espacio sin un cuerpo. Un cuerpo que perciba y un cuerpo que lo contenga, unos límites, porque sin límites parece que todo está lleno siempre de lo mismo.

Entonces el espacio se convierte también en un signo dentro del espacio, una profundidad. Así queremos habitar al mundo, al signo, haciendo al mismo tiempo bulto y hueco, forma e infinitud. Digamos entonces que la imagen, que el signo, apuntan siempre al infinito.

Pero volvamos a nuestro espacio, decimos espacio para ser habitado, ya sabemos, hay cuerpos, hay obras, pero también hay vacíos, ya sabemos: sólo es posible el conjuro en un espacio que nos acomode para ello, digamos, un espacio que se abra en el espacio, que apunte al infinito desde un borde.

Un espacio que nos acomode, un espacio para habitar: una casa, nuestra casa. Un vacío perfecto, ahí el cuerpo se ensancha, se acomoda, el cuerpo encuentra su rito, su coreografía, el tiempo para el baile, su respiración…

La alegría tenaz del cuerpo cuando espacio…

Digamos, José Luis, una soledad, pero una soledad dichosa, pues el cuerpo se siente con-tenido.

Digamos, María Elisa, una cogitanda, pues el cuerpo se convierte en pensamiento y el pensamiento es naturaleza y nos rodea.

Digamos, Petraelena, un dibujo, una línea, una penetración, pero no una penetración que perturbe, sino una extensión, una costura, un continuo.

Digamos, una alegría en el asombro, y ahora mismo digo asombro y se convierte en un espacio abierto con la boca.

Vemos entonces cómo cada signo, es signo por ser borde, umbral, límite en el espacio… Tenemos entonces que construirlo, ahí aparecen las manos, y la palabra como puerta y construcción. Pensamos en casas, pensamos… Una casa para todos… Podría ser igual a una casa para nadie si entendemos que la infinitud de rostros contienen una infinitud de cuerpos y de pensamientos, pero digamos de nuevo, una casa para todos, al menos para el que quiera.

Está bien, una biblioteca, digamos por casualidad una biblioteca en un museo, pero también una casa… Está llena de signos, o si queremos, de significantes. Sí, una casa puede ser un libro, puede ser también una palabra, una casa: algo que nos contenga, y contenga a la vez lo que necesitamos, lo que está dentro de nosotros, invisible.

Volvemos, pensamos en el libro como casa, al mismo tiempo pensamos en la imprenta, en las ideas, pero también en las formas, en las imágenes apresando lo imposible: la vaciedad. Una casa, un libro se hace con nuestros límites, porque la forma siempre es límite, pero no…

Decimos de nuevo la biblioteca de un museo, y decimos que allí puede acostarse un libro como espacio para que se vuelva la casa de un lector, de un lector perfecto, inmaculado, uno que conciba imagen y palabra al mismo tiempo por obra del conjuro…

¿Nuestro conjuro? Bueno, más o menos, digamos que es un libro, entonces pueden pasar varias cosas: un libro tiene páginas. Sí, la primera analogía pueden ser las paredes, pero pueden ser también las ventanas, pueden ser las mesas, las puertas y todo lo que necesite ojos… Pensamos, un libro siempre tiene un lomo, un libro puede cerrarse, un libro tiene una cará-tula, ojala que quien nos reciba no se llame Tula..., un libro tiene una cantidad, un espacio.

Una biblioteca también tiene un cuerpo (una soledad) y unos signos posibles con su cuerpo, y nunca está vacía, tiene un recorrido que se convierte en rito, aunque mucho más precario, quizá no en rito, porque un rito necesita conciencia de rito, y se presenta como iniciación. Pensemos entonces en una coreografía hecha por el recorrido, pensamos en un cuerpo que se mueve y que dibuja en el espacio, sin darse cuenta, un mandala, una letra, un signo.

En ese mecanismo que repite su forma, que deja estela, pretendemos nosotros abrir una casa, para todos, también para la obra, también para la letra, para el lector y lo legible. Y al mismo tiempo que la casa sea casa de rito, que exista allí la conciencia, la invocación, y desde ahí la escritura ¿Una escritura de lo visible? Quizá también de lo invisible.

Volvamos a la página, más si pensamos en espacio como pensamos en página, volvamos: esta página, es visión, ondulación, visualidad y sentido, digamos que la mira un noruego: es visión, letra, ritmo, ondulación, pero no sentido. La miro yo y es creación, quizá hasta la vergüenza… Dice Michaux: A falta de aura, dispersemos al menos, nuestros efluvios.

Empero, nuestra página debe ser sentido siempre, debe ser imagen, en ese espacio una “I” puede convertirse, por hechizo, en un reloj de arena.

Valenthina Fuentes