miércoles, 14 de mayo de 2008

"El bello libro", de Alejandro Salas

La muestra El bello libro, a cargo de Alejandro Salas, es uno de los antecedentes expositivos más importantes para La escritura de lo visible. Aquí trascribimos parte del texto curatorial.


El bello libro

A finales del siglo XIX la industria editorial había alcanzado un alto grado de desarrollo. La invención de la prensa mecánica y el uso del papel de pulpa vegetal garantizaban grandes tirajes y de alguna manera el sueño final de la imprenta: la reproducción ilimitada. Por otra parte, el fotograbado permitía reproducir fotos o cuadros con una nitidez notable y lentamente los grabados fueron sustituidos por reproducciones mecánicas. La mayor ventaja de este método era que imágenes y textos podían imprimirse en una misma operación y en una misma prensa. El fotograbado consumó el divorcio entre el taller de los grabadores y las prensas tipográficas. Desde entonces los lectores tuvieron una nueva apreciación del mundo. La ilustración de libros inició una época de eclipse porque había quedado en manos de técnicos y no de artistas.

Como un rechazo ante la mecanización del arte de la imprenta aparecieron en Europa pequeñas editoriales que decidieron recuperar su antiguo señorío, es decir, imprimir libros que fueran en sí mismos obras de arte. Para lograrlo propusieron ediciones limitadas con un uso selectivo de los materiales y una garantía de excelencia; en Francia se les empezó a conocer con el nombre distintivo de “bellos libros”.

La imprenta ha cobijado en sus talleres las destrezas de los artistas y los artesanos. Los componedores tipográficos, por ejemplo, tenían que levantar letra a letra un texto. Cuando apareció la linotipia para agilizar el trabajo en los periódicos, la composición empezó a realizarse a máquina, sin el cuidado que antes le daba la composición manual. Las editoriales de “bellos libros” recuperaron los tipos clásicos; más aún, algunos cortaron los suyos en homenaje a los antiguos incunables. Esta atención no era exagerada ya que la letra era la identidad visual que adquiría un poema o una novela.

Los papeles eran escogidos con el mismo cuidado. Las editoriales de fin de siglo usaron papeles semiindustriales de pulpa de algodón y papeles hechos a mano, europeos y japoneses. En estas ediciones el papel era fundamental porque garantizaba la calidad tanto de la impresión tipográfica como de los grabados que la acompañaban.

Se piensa que el grabado posee una historia particular pero, de hecho, su tradición está unida a la imprenta. Es sorprendente que esa relación haya sobrevivido tantos siglos ya que no todas las técnicas gráficas podían imprimirse con el mismo tipo de prensa. En sus inicios el grabado en madera tenía esta virtud, pero a medida que los libros exigieron ilustraciones más detalladas se empezaron a desarrollar el aguafuerte y la aguatinta y se estrechó la relación entre los talleres de grabado y los tipográficos. Para muchos grabadores esa fue una relación incómoda que llevó a rebeliones solitarias, como la de William Blake en pleno auge de la Revolución Industrial. Blake creó un método para imprimir textos e ilustraciones con una misma matriz que elaboraba con aguafuerte. No es casual que en esa misma época apareciera la litografía, que permitió imprimir a la vez textos e imágenes.

Cuando los editores de “bellos libros” enfrentaron la tarea de revivir el arte de la imprenta, destacaron el papel de los maestros impresores y hasta del encuadernador. Las ediciones limitadas numeraban y controlaban el tiraje y esto permitió valorarlas como obras originales. Los editores estaban emparentados con los comerciantes de arte y en casos notables compartieron los dos oficios. Los marchands le reservaron a los libros ilustrados un rol proselitista, ya que con ellos promocionaron el talento de los artistas más vanguardistas. Esta relación fue muy fructífera: produjo libros notables desde la misma época de los impresionistas, y le dio a los grabadores una libertad que permitió romper el puesto ancilar del grabado. Los grabadores experimentaron con los medios gráficos y con ello, abrieron un comercio sutil entre textos e imágenes. En una época en que la fotografía influía incluso en la forma de percibir la literatura, las virtudes de una litografía o de un grabado en madera, los accidentes gráficos de un aguafuerte o la soltura de una punta seca permitió entender los nuevos procedimientos literarios. Palabras y grabados estrecharon una correspondencia que se remontaba a los orígenes mismos del libro iluminado, cuando se caligrafiaban e ilustraban a mano.

Durante el siglo XIX pocos artistas venezolanos ilustraron libros. Carmelo Fernández realizó los dibujos en piedra para las ediciones parisinas de la historia y la geografía de Venezuela, y en Caracas litografió las ilustraciones de un manual topográfico. El joven Arturo Michelena realizó los dibujos que acompañan la edición neoyorquina de Costumbres venezolanas de Francisco de Sales Pérez en 1877 y ya en París realizó las ilustraciones del Hernani de Víctor Hugo, grabadas al aguafuerte por Léon Boisson en 1890.

Aunque las primeras litografías venezolanas se remontaban a la década de 1840, los talleres litográficos caraqueños de finales del siglo XIX sólo se dedicaban a fines comerciales. Los impecables fotograbados que El Cojo Ilustrado puso de moda en esa época inhibieron a los artistas de realizar obras gráficas originales. Recién a finales de la década de 1930 se abrió el primer taller de grabado en Caracas. En los años siguientes un grupo de jóvenes artistas se trasladó a París para estudiar las nuevas tendencias del arte contemporáneo, redescubrieron la litografía y realizaron libros ilustrados con estampas originales.

Después de 1960, Luisa Palacios hizo sus propias ediciones con grabados de gran originalidad. Gego, por su parte, fue su propia impresora y editora, grababa incluso los textos e hizo libros que se desplegaban como biombos. En los años siguientes, la producción de “bellos libros” decayó. Los artistas empezaron a producir álbumes de estampa e incluso libros objeto, subestimando la escritura y, en consecuencia, la esencia misma del libro. Julio Cortázar declaraba en la presentación de una plaquette de edición limitada, que la escritura, otro arado contra la blanca tierra de la página, acercaba “un poco a ese territorio donde lo visual dista de ser omnipotente” (Les Cahiers de l´Espace, 1989). El grabado hace decir a las palabras más de lo que ellas dicen y, de manera inversa, un poema, una pieza literaria, hace que la imagen represente más de lo que en realidad representa. Esta articulación es una parte esencial del “bello libro”. La soberanía de ambos reinos ha quedado en entredicho e incluso los espacios en blanco o los márgenes se vuelven fórmulas visuales, como lo fueron, en una época, las páginas de una Biblia iluminada. Los libros de artista cobijan una vieja presunción: que palabras e imágenes poseen la misma sustancia, y que pueden revelar nuestros más profundos pensamientos.

Alejandro Salas: El bello libro. Tomado de la hoja de sala para la expósición "El bello libro", a cargo de Alejandro Salas. Galería de Arte Nacional. Abril-junio, 2001.